Ahí,
junto a la chimenea, el calor del fuego nos envolvía y me mirabas
con esos ojos que hablan de tu océano interior, de tu amor, de lo
que somos el uno para el otro. No osábamos romper el silencio, tan
sólo nos dejábamos llevar por la música.
Y
una canción nos emborrachaba, sí, de esa pasión extraña que nace
desde lo más profundo de nuestro ser, ¿recuerdas?, nos invadía con
tanta fuerza en aquel momento que podíamos sentir la energía de
nuestros cuerpos, acariciándonos antes de pensar en cualquier
intento de hacerlo físicamente.
Era
lenta, suave, con ese ritmo de brasil tan sensual y tan intenso,
tanto como lo era tu mirada, que me elevaba hasta mundos que quisiera
poder traer a este lugar donde nacimos.
Y
llevábamos dentro las almas de dos seres de otras realidades, donde
nos habíamos amado libremente, entrelazándonos como ráfagas de
viento que se encuentran y juguetean, se hacen uno, se dispersan, se
entretienen tejiendo sonidos vestidos de grandes tornados, huracanes
y, en ocasiones, pequeñas brisas.
“Yo
que te amo sólo a ti”, eso decía la canción, mientras mi corazón
latía como si fuera el final de los tiempos, como si nuestro
contacto pudiera transportarnos a nuestro lugar secreto, nuestra
burbuja de amor, tal vez bajo el mar, cerca de alguna ciudad de
cristal, dentro de otra dimensión, un sitio al que otros podrían
llamar fantasía.
Y
es que nuestro amor era y es así, sobrenatural.
Nada
de lo que otros cuentan se parece a lo que vivimos, nada de esos
amores apasionados se acerca a lo que nosotros sentimos, nada de lo
que otros nos explican se asemeja a lo que nosotros experimentamos,
nada de lo que leemos en las novelas románticas puede describir lo
que nos ha sucedido.
A
menudo trato de comprender lo que somos, lo que nos ocurre, lo que
nos une, pero a estas alturas ya no quiero más preguntas, ni más
dudas, ni más miedos, ahora sólo quiero dejar que siga este camino
que hemos emprendido juntos, sin prejuicios, permitiendo que el amor
sea el que nos conduzca, el que nos guíe, el que nos siga
enamorando.
Y
la canción que nos embriagaba nos desnudó por completo, nos vistió
de besos, de abrazos, de piel y de alma.
Tu
aroma era mío, el mío dibujaba tu cuerpo, nuestro deseo era
entregarnos al otro, dejar de ser dos para convertirnos en uno,
derramarnos por completo en la presencia del otro, el ser amado que
ya habita en uno mismo y que vemos al contemplarnos.
Y
es que al mirarte mi alma hacía el amor con la tuya, sin palabras,
sin pensamientos, sin nada más que amor.
Una
rosa azul se me durmió en el pecho, azul como tus ojos, azul como
nuestros sueños, como las olas del mar donde nos prometimos
reencontrarnos.
Aquel
día no fue un espejismo, fue nuestro ayer, nuestro presente y
nuestro futuro, un momento eterno, infinito, que vive en los dos, que
se manifiesta en cada vida que tenemos, allá donde nazcamos, allá
donde existamos, que se convierte en el símbolo de nuestra
naturaleza verdadera, la de dos amantes que ya se amaban cuando eran
planetas, galaxias y universos y que cuando se reconocen se necesitan
unificar, darse e inevitablemente siempre acaban por ser uno, porque
siempre lo han sido, porque siempre lo serán, porque se buscan para
experimentar la entrega total en un millón de formas de vida.
Ahí,
junto a la chimenea, el fuego se había consumido, y tú me
acariciabas el cabello, con la ternura de un ángel enamorado,
apasionado con la misma intensidad de su amor, rozando tus labios con
los míos, bebiendo mi vida entera en cada beso, en cada caricia,
mientras yo trataba de contener la explosión de mil estrellas dentro
de mí, estrellas y galaxias, universos y realidades, todo mi mundo
rendido en tus pupilas, donde navegaba y me perdía una vez más.
Y
otra canción nos acompañaba, para danzarla con el silencio y la luz
de nuestros corazones.
Jamás
hubiera imaginado que podríamos realmente manifestar tan inmenso
amor a través de estos simples cuerpos humanos sin que se
consumieran en las enormes llamas que lo caracterizan.
Un
gran amor de niveles cósmicos, que entraña mil realidades, mil
dimensiones, mil historias de mil experiencias de otros lugares
lejanos, amor celestial llevado a la dimensión humana.
Por
eso ya no creo en nosotros, sino que tengo la certeza de que somos el
amor del universo, de dios, personificado en dos almas, en dos
personas, el verdadero amor que no muere en la distancia, ni en la
inconsciencia, el verdadero amor que despierta siempre y que siempre
nos encuentra.
Arael
Elama